LA TIERRA PROMETIDA

LA TIERRA PROMETIDA (Ziemia obiecana). Polonia 1974-75. Director: Andrzej Wajda. Guión: Andrzej Wajda, sobre novela de Wladyslaw Stanislaw Reymont. Fotografía: Witold Sobocinski, Edward Klosinski y Maclaw Dybwski. Música: Wojciech Kilar. Elenco: Daniel Olbrychski, Wojciech Pszoniak, Andrzej Seweryn, Anna Nehberecka, Tadeusz Bialoszczcynski.
Publicada originalmente el 24/3/1981.

Es un retablo histórico de formidables dimensiones. Tiene la riqueza anecdótica, la anchura de visión, el equilibrio entre el drama individual y el fondo social de la gran novelística del siglo XIX: en un momento del diálogo se menciona a Victor Hugo y Los Miserables, y no debe extrañar que la obra publicada publicada en 1897 por un polaco ganador del premio Nobel esté en la base de esta película de Andrzej Wajda. Un libreto de claridad casi ejemplar dibuja alrededor del empeño de tres amigos (un polaco, un alemán y un judío, en deliberada alusión a las divisiones del país en la época que se desarrolla la acción) que buscan enriquecerse en el negocio textil, un vasto cuadro de la ciudad de Lodz hacia fines del siglo XIX, en pleno auge de la industria y la especulación. Esos ambiciosos deberán buscar financiación para su empresa, sufrirán las oscilaciones del mercado o la oposición de competidores cuyos intereses pueden verse afectados por sus actividades.
Toda La tierra prometida está concebida como un objeto de contrastes; entre la riqueza de los menos y la miseria de un abundante proletariado hacinado en sórdidas viviendas; entre el aristocratismo de quién prefiere la muerte al deshonor de una quiebra fraudulenta y la desaprensión de los cazadores de fortunas; entre el viejo empresario que evidencia una preocupación un tanto paternalista por la suerte de sus obreros manuales en vías de desaparición y su hijo mucho menos escrupuloso; entre el idilio en el bosque y el tétrico desfile hacia la fábrica prolongado en las colas de quienes buscan empleo o intentan obtener un préstamo usurario.

Pero la película tiene tiempo todavía para llamar la atención sobre muchos destinos individuales: a veces es simplemente el pantallazo acerca de la mujer cuyo esposo ha muerto, o el viejo obrero amenazado con perder el empleo a causa de las innovaciones industriales; a veces se trata de retratos más completos, como el del empleado mortificado por las arbitrariedades de su patrón (hasta que esa irritación desemboca en un estallido) la casi adolescente obligada a participar en una orgía, los familiares de esa muchacha que reaccionan diversamente ante su conducta, las joven discapacitada enamorada del protagonista Daniel Olbrychski. La intriga amorosa aparece íntimamente enhebrada al resto: la relación de Olbryschski con la sensual esposa de un viejo judío le sirve para obtener información de negocios, un préstamo puede depender de la decisión de no casarse con otra mujer (quedando disponible para otra) una, una discusión con esa novia oficial sirve de comentario crítico a los asuntos no muy limpios en que el protagonista está embarcado, y todos esos enredos sentimentales precipitarán el desenlace.
Andrzej Wajda arroja sobre ese material la misma mirada lúcida con que supo enfocar problemas de las posguerra de su país en Cenizas y diamantes, o evocar el período stalinista en El hombre de mármol. Su vinculación con el presente polaco parece menor que en este último caso (aunque la comprensión del pasado histórico una de las preocupaciones de Wajda, es un requisito indispensable para saber lo que está pasando en la actualidad). Frente a algún otro título de director como La boda, que transcurría en la misma época pero en otro ambiente, la película posee sin embargo una claridad mucho mayor de cara a espectadores no polacos.

Sea como sea es la obra de un cineasta excepcional. Tiene ese poderoso tempo narrativo característico de Wajda, y que hace de él, de alguna manera el más norteamericano de los grandes directores europeos: una energía que surge del constante dinamismo de la cámara reforzado por el movimiento de los actores y de la maquinaria entre la cuál suceden muchas escenas, y cuyos ruidos subrayan varios momentos de vigoroso efecto dramático. El director sabe destacar la soledad de un poderoso aislándolo en medio de una enorme habitación; sabe armar una escena en un teatro done varios asistentes son conmovidos por la noticia de una serie de quiebras, mientras una mujer se hamaca incansablemente en el escenario en una sugerida alusión a los vaivenes de la fortuna; sabe comentar la falsedad del acercamiento amoroso de Olbrychski a la mujer del judío con la imagen de otro artista que hace música con un serrucho; sabe colocar una nota de humor, al disfrazar un presonaje como un gangster de película para llevar a cabo un asunto turbio; sabe envolver su recreación de época en notables fulgores de fotografía y obtener un espléndido, compacto rendimiento del elenco. Muchos sagaces apuntes psicológicos enriquecen un diseño de personajes alejado de todo maniqueísmo (basta una mirada al principio, la contemplación de una carta y un brevísimo flashback más tarde, para expresar el interés que la prometida oficial del protagonista despierta en el amigo alemán).
Hay que remitirse a algunos grandes frescos viscontianos (Rocco y sus hermanos, El gato pardo, La caída de los dioses) para encontrar un equivalente cinematográfico de La tierra prometida. Puede figurar, junto con La patrulla de la muerte, Cenizas y diamantes, La boda y El hombre de mármol, entre las mayores obras de Wajda, un maestro del cine. Sus dos horas y medias de duración transcurren sin un solo desfallecimiento del interés.

Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.

Autor: Guillermo Zapiola

Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.

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