CINE URUGUAYO: UNA MINIHISTORIA (I)

Esta es la primera de una serie de notas que aspiran a proporcionar una primera aproximación, sintética y panorámica, de la historia del cine uruguayo. Hay cosas más largas y enjundiosas que se han escrito sobre el tema, y el lector debería tender el buen criterio de dirigirse a ellas para ampliar sus conocimientos, pero como resumen inicial éste puede no ser del todo ocioso. Las primeras cuatro notas abarcarán el siglo XX, que en Uruguay es más bien la prehistoria aunque en otros lados el cine maduró antes. El arribo al siglo XXI va a demorar, seguramente, algún tiempo más, pero prometemos llegar.

COMIENZOS. Se ha repetido hasta la saciedad la broma de que si el cine fue, por antonomasia, el arte del siglo XX, era inevitable que en el Uruguay recién se pudiera hablar de algo lejanamente parecido a una industria (con 25 watts y En la puta vida, sin ir más lejos) a partir del 2001, es decir en el siglo XXI. Acá todo llega tarde.
Las explicaciones de por qué no la hubo antes (y sí, básicamente, una serie de películas sueltas) pueden ser varias, y hasta se ha propuesto alguna bastante disparatada, como la de que la culpa la tenían  los críticos, que al ser tan severos desanimaban a los creadores. Más allá del dato objetivo de que, sensatamente, la mayor parte de la gente no le hace caso a los críticos, habría que explicar entonces por qué pudo haber en cambio en el Uruguay un número significativo de cuentistas, novelistas o poetas aunque en su momento la crítica respectiva, que hoy más bien no existe pero hace cincuenta años era más rigurosa, también se pronunciara de manera muy severa sobre ellos sin lograr desanimarlos.

Cine Rex.

Es más razonable pensar que el problema estaba (está) en otro lado, y que la pequeñez del mercado interno, que siempre ha hecho imposible la recuperación de los costos si una película no se vende en el exterior, es uno de los datos claves.  Hollywood pasó a dominar el mundo desde el momento en que la población norteamericana creció exponencialmente y las películas comenzaron a recuperar la inversión en su mercado interno. En Uruguay, un fenómeno de ese tipo fue siempre inimaginable.
Otro dato a tener en cuenta es el de que hasta muy entrado el siglo veinte (hasta después de la dictadura, por lo menos), el primer largometraje de ficción de todo director fue también el último. Siempre se trató de aventuras individuales, sin infraestructura adecuada y sin continuidad, a cargo de aficionados entusiastas. Naturalmente, la inexistencia de una industria no implica la inexistencia de películas, y vale la pena repasar la forma en que efectivamente se hicieron algunas de ellas. Hay historias muy pintorescas.

Museo Romántico.

Se ha observado sobradamente que el cine llegó muy temprano al Uruguay. Si la fecha oficial del nacimiento del medio es el 28 de diciembre de 1895, con la primera exhibición pública y con cobro de entrada de los hermanos Lumiére en el Salon Indien del Grand Café de París, los montevideanos pudieron conocerlo apenas seis meses después en el Salon Rouge de la calle 25 de Mayo, en la ubicación del actual Museo Romántico. La producción nacional demoró un par de años más, cuando el catalán Félix Oliver consiguió una cámara en Europa y salió a documentar su entorno.
Durante las dos primeras décadas del siglo, sin embargo, el cine en Uruguay dependió de proveedores y sucursales de empresas sobre todo francesas (Py y Lepage), de un dinámico empresario austríaco radicado en Buenos Aires  (Glucksman), y de Buenos Aires llegó también en 1904 el camarógrafo Corbicier, enviado por la casa Lepage,  para documentar la última patriada de Aparicio Saravia.  En 1909 dos empresarios locales, los Natalini, encaran la distribución, y Lorenzo y Juan Adroher crean el primer laboratorio nacional de revelado, que quiebra a los pocos años por falta de material virgen, devolviendo la plaza a su dependencia de Buenos Aires. Es otro dato, por ejemplo, que entre los varios noticieros que pulularon en la época hubiera uno impulsado por la empresa Glucksmann, que procesaba su material en Argentina.

             Volante del cine Rex.

La infraestructura técnica mejoraría con el tiempo. En el último período del cine mudo llegó a haber en Montevideo dos y en algún momento tres laboratorios cinematográficos, donde se procesaron noticieros, documentales, cortometrajes y los pocos largometrajes filmados entonces. Y en los años treinta y comienzos de cuarenta hubo tres laboratorios para procesar películas sonoras y dos estudios para rodaje. El más duradero de los laboratorios fue probablemente Orión, cuyas estructuras llegaron a ser utilizadas en los años sesenta por dos producciones canadienses. Más cerca, todavía, en plena dictadura, los noticieros de la Dinarp se procesaron casi todos en Montevideo. La ausencia de cine uruguayo no fue, fundamentalmente, consecuencia de la falta de equipamiento.
Más grave fue, probablemente, la falta de continuidad de sellos productores, que más bien nacían y morían como hongos después de la lluvia.  En 1919, Juan Antonio Borges y su socio (sastre de profesión) fundaron Charrúa Films para producir Puños y nobleza, que quedó inconclusa, y en 1923 lanzaron el primer (casi) largometraje  nacional, Almas de la costa, pero entre las desinteligencias entre los socios y la no recuperación del capital invertido, la empresa se disolvió.

       Afiche de «Almas de la costa» (1923).

Uno de los capítulos más pintorescos de los inicios de la producción nacional  debe ser puesto en el haber de la institución la Bonne Garde,  una organización de beneficencia dedicada, ente otros cometidos, a suministrar  asistencia económica y espiritual a los desamparados, y en especial a las madres solteras y sus hijos. La organización requería de recursos que eran aportados por gente de la “buena sociedad”, y a alguien se le ocurrió la idea de producir películas en las que esa gente actuara en forma honoraria, para recaudar fondos con la posterior exhibición. La Bonne Garde financió cortos de divulgación, un documental y un par de películas de ficción, una de ellas un largometraje  (Del pingo al volante, 1928) que fue enigmáticamente dirigido por Roberto Kouri, un libanés que se bajó de un barco, dijo que sabía hacer cine, rodó esa película y se perdió en otro barco. No hay constancia de que haya hecho nada más en el mundo, antes ni después. Quizás Kouri era un seudónimo.
Basta leer los créditos de Del pingo al volante para advertir que hay en ellos gente con demasiados apellidos (Luisita Ramírez García Morales, Luis Alberto Hill Hamilton, Carlos Vanrell Ramos, Irene Ramírez y otros), lo cual resulta bastante revelador del espíritu con que se encaró la empresa: esa gente se divirtió haciendo la película (que, reconozcámoslo, tiene cierto encanto en su primitivismo) y hasta sintió que estaba haciendo algo por el prójimo, además de tener la oportunidad de verse a sí misma en la pantalla. Puede resultar hasta simpático, pero dista del espíritu de una producción “profesional”.

«Del pingo al volante» (1928).

Más importante es empero la algo posterior El pequeño héroe del Arroyo del Oro de Carlos Alonso, evocación de la tragedia del niño Dionisio Díaz, que permanece como uno de los clásicos primitivos del cine nacional.

Continúa en  CINE URUGUAYO: UNA MINIHISTORIA (II)

Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.

Autor: Guillermo Zapiola

Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.

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