SARABAND

SARABAND (Saraband). Suecia 2003. Director: Ingmar Bergman. Guión: Ingmar Bergman. Fotografía: Per Sundin. Montaje: Sylvia Ingermarsson. Productora: Pia Ehrnvall. Elenco. Liv Ullmann, Erland Josephson, Borje Ahsltedt, Julia Dufvenius.
Publicada originalmente el 7/4/2005.

Es probable que Ingmar Bergman no haya leído nunca el caprichoso Dogma de los daneses Lars von Trier, Thomas Vinterberg y amigos, o en todo caso que lo haya hecho con una sonrisa irónica en los labios: es un tipo demasiado inteligente para tomarse en serio la mitad de sus tonterías, por lo menos. Sin embargo, a la hora de filmar una película es capaz también de inventar su propio Dogma, o al menos imponerse una serie de autolimitaciones equivalentes a las de sus noveleros colegas de Dinamarca. Esta Saraband no es el primer ejemplo de ello en su carrera, aunque sí uno de los más redondos, y probablemente su última obra maestra, muy superior, en todo caso, a su anterior En presencia de un payaso.
Como en su famosa “trilogía de cámara” (Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno, El silencio) aunque con mayores grados de concentración y austeridad, Bergman ha reducido aquí al mínimo sus recursos expresivos, en una persecución de lo esencial que le proporciona singulares resultados dramáticos. Pocas veces en la historia del cine (o si se quiere de la televisión, ya que ese fue su destino original, aunque Bergman autorizó luego la difusión en salas) se ha dicho tanto, y tan hondamente, con tan poco.

Procedimientos. Hay un prólogo y un epílogo en los que el personaje de Liv Ullmann dialoga con la cámara, recurso televisivo o teatral que le permite a Bergman establecer significativos grados de complicidad con su espectador. Muy cerca del comienzo la cámara se mete con Liv en el refugio del protagonista masculino Josephson, en lo que constituye una suerte de “invasión de la privacidad” que anticipa que el film habrá de proporcionar otras revelaciones íntimas.
Esas revelaciones, que tienen que ver con fracasos personales, amores y odios, el infierno de la convivencia y el horror de la soledad, se producen a lo largo de diez secuencias de duración similar en las que nunca hay más de dos actores en escena: Ullmann con Josephson, Ullmann con la nieta de éste (Julia Dufvenius), esta última con su padre (Borje Ahsltedt), éste con Joshson y así sucesivamente. El dramaturgo August Strindberg no es mencionado, pero está en algunos de los desgarramientos vitales de sus personajes. El filósofo Sören Kierkegaard, en cambio, con sus angustias existenciales y su “salto al vacío” de la nada o de la fe, es citado explícitamente o más estrictamente, mostrado en la pantalla. Desde hace algún tiempo, la preocupación por lo sobrenatural había desaparecido del cine de Bergman pero cuando Liv queda sola en una capilla, el fondo se ilumina de pronto como se iluminaba la pared detrás del pastor descreído de Luz de invierno: la luz (que en la película anterior aludía claramente a la existencia de Dios) puede seguir existiendo aunque alguien no la vea.

En medio de esa sucesión de escenas que reiteran en Bergman al formidable “dramaturgo cinematográfico” que Alsina y Enir saludaran desde el título de un libro famoso hace más de medio siglo, y en las que asoman permanentes virtudes de diálogo, conflictos bien delineados y notable dirección de actores (una debilidad personal de este cronista destacaría especialmente a Liv en medio de sus brillantes compañeros), el guión se permite una proeza mayor: crear un personaje central que no aparece nunca en cuadro salvo en una fotografía (en realidad ha muerto dos años antes) pero que sin embargo que influye permanentemente en la trama y en el comportamiento de los demás agonistas.
Por detrás de esa austeridad formal asoman fidelidades persistentes; temas, nombres, situaciones, obsesiones que se repiten. Hay algo de perversamente confesional o semiautobiográfico, en algunos rasgos que Bergman coloca en el protagonista encarnado por Josephson: le adjudica su propia edad (86 años en momento de rodar el film), hace de él un intelectual ermitaño y malhumorado (como él mismo), desliza a través del diálogo de un personaje secundario la idea de que acaso Liv Ullmann lo siga amando, y hasta se permite describirlo (describirse) como un cruel y un cínico, capaz de humillar a su hijo hasta extremos de abyección en un ejercicio que puede constituir también una expresión de auto odio.

Humanidad. Sin embargo, ese personaje irritante y aborrecible puede ser, inesperadamente (¿por qué inesperadamente?) un ser humano patético y conmovedor: su confesión final ante Ullmann, desnudo física y moralmente (“mi cuerpo es demasiado pequeño para contener tanta angustia”), y lo que ocurre inmediatamente después, puede figurar entre los momentos más emocionantes del cine.
Y no es el único que proporciona la película. Su rigor formal, su renuncia a los efectos, la dosis de cinísmo con que finge distanciarse de los personajes, son en último término la máscara de una sensibilidad en carne viva, y la herramienta cinematográfica está permanentemente ahí para decirlo sin decirlo: la música asoma al principio y al final de cada escena, pero en el medio predominan el sonido de los diálogos y los ruidos naturales, aunque de pronto se hace un silencio y el juego de miradas o el sostenido primer plano de un rostro contemplativo alcanzan para reforzar un sentido de reflexión o de poesía. En una película rodada predominantemente en interiores, con la cámara casi inmóvil y fundamentalmente en planos medios o próximos, hay de pronto una salida a exteriores, una panorámica que sigue a un personaje que corre, y un grito en off que adquiere una dimensión de horror metafísico; de momentos como ese, que dan cuenta de un ejemplar control expresivo está hecha esta película mayor.

Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.

Autor: Guillermo Zapiola

Hace más de 68 años que veo películas, escribo sobre ellas hace más de 50.

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